«El eminente psiquiatra John Rathbone Oliver cuenta que, un sábado a la tarde, oraba arrodillado en el fondo de una iglesia católica. Observó a una muchacha de unos dieciséis años que estaba visiblemente nerviosa y atormentada. Se retorcía las manos y no podía estarse quieta. En su cara se leía la angustia como en un libro abierto. Era evidente que una gran agitación interior le estaba robando la paz y el equilibrio. Era la estampa de la ansiedad.

“Poco después la muchacha se levantó y fue hacia un confesionario. Yo también me levanté, me dirigí hacia el altar mayor y me arrodillé ante el Santísimo. Pasó el tiempo rápidamente y al poco rato alguien me tropezó al arrodillarse a mi lado en las gradas del altar. Era la misma joven, pero jamás había visto cambio semejante en un ser humano. Toda la tensión había desaparecido; el rictus de preocupación se había dulcificado; en sus facciones no había ni el menor rastro de tortura mental, solamente una perfecta calma, relajación y, al parecer, una gran felicidad, ya que sus labios se entreabrían en una sonrisa.

“Si yo como psicoanalista hubiera podido en tres horas hacer por aquella muchacha lo que se había conseguido allí en quince minutos, me hubiera considerado el más extraordinario de los médicos”».