Así, el verdadero adorador (cf. Jn 4, 23), habiendo despojado de estas nociones corpóreas y mundanas a Aquel que gobierna [es decir, la tercera Persona divina], es Señor, tiene autoridad y actualiza todo el bien en cada criatura, le honrará así, no como merece el Espíritu, sino tanto como pueda [el verdadero adorador], como aquella viuda que al dar dos simples monedas al tesoro sagrado (cf. Lc 21, 1-4) es retratada como modelo de generosidad, no porque tuviera algo digno de admiración, sino porque no tenía más medios. Lc 21,1-4) es retratada como modelo de generosidad, no porque tuviera algo digno de admiración, sino porque carecía de más medios. Se concluirá así que todas las prácticas que los hombres han ideado para mostrar honor y gloria son inferiores a la magnificencia del Espíritu porque no añaden nada a Su Gloria, ya que Su Gloria sigue siendo la misma tanto si le honran como si no. La naturaleza humana sólo ofrece el don de su libertad, pues sólo por su propia voluntad realiza el favor que se ha propuesto. Aparte de su voluntad, intención y motivación, no tiene nada en su poder.