El pan de cada día
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Una tentación acecha al hombre de todos los tiempos, también hoy; la de presentar como incompatibles el pan temporal y el celeste: considerar que la finalidad temporal y la trascendente del trabajo no admiten conciliación; o simplemente conceder tanto espacio del día y esfuerzo a la prosecución del aspecto intramundano, para juzgar que ya no quedan ganas ni fuerzas para pensar en fines sobrenaturales.
En el primer caso, se acepta una antropología cerrada a la trascendencia, como si la negación de la relación de la criatura con su Creador se diese como la condición imprescindible de su propia afirmación; en el otro, no se pone coto a la búsqueda de logros terrenos –en la práctica, se afronta la existencia como si no hubiera una vida perdurable–, y así se excluyen el modo y las horas para alimentarse del pan que ha bajado del cielo y nos espera en la Eucaristía.
Si cae en esa tentación, el caminar terreno no produce fruto sobrenatural (cfr. Jn 6, 53). En última instancia, esas conductas adquieren la exclusiva orientación del alimento que ansían. Quien sólo planea procurarse el pan que se agosta, desgraciadamente terminará sus días consumidos en la sequedad de lo efímero; en cambio, quien ansíe y coma el pan de vida eterna, verá florecer sus días en la esperanza de la juventud eterna de Dios.